Redacción
En cualquier nota sobre el éxito de una organización aparecen líderes con visión, fundadores carismáticos y estrategias que buscan cambiarlo todo. Sin embargo, detrás de esos titulares y malabares está la presencia constante y silenciosa de los gerentes. En especial, los mandos medios. Se espera que transmitan la cultura, que impulsen el rendimiento y que contengan emocionalmente a los equipos. Todo eso mientras cumplen metas que no definieron y con recursos que no manejan.
El último estudio de Gallup confirmó lo que muchos ya sospechaban: los directivos están menos comprometidos y muchos quieren cambiar de rumbo. Además, atraviesan más obstáculos que sus superiores. En sus respuestas diarias mencionaron más experiencias negativas: más estrés, más tristeza y más sensación de soledad.
Si sos director ejecutivo, director de Recursos Humanos o integrás la alta dirección, esto no es solo un problema de mandos medios: es una crisis de liderazgo que avanza sin hacer ruido. Los gerentes desconectados de hoy son los jefes ausentes del futuro.
Y eso debería hacernos pensar
Porque cuando un gerente se desconecta, el problema no termina en él. Se extiende. La cultura se deteriora. El rendimiento baja. La innovación se frena. El gerente transmite el mensaje, y si está emocionalmente apagado, la señal llega distorsionada.
Esto no es solo un problema de salud mental. Es una crisis de rendimiento. El metaanálisis de Gallup reveló que el 70% de la diferencia en el compromiso del equipo depende directamente del gerente. Cuando ellos se agotan, el efecto se arrastra al resto.
Las señales ya se acumulan. Mirá este dato: el 41% de los empleados dice que no tiene tiempo para aprender durante la jornada laboral. Entre ellos, hay muchos gerentes. Aunque exista la voluntad de crecer, no hay margen. Y si a eso se suma la carga emocional que arrastran —en partes iguales, monitores del rendimiento, terapeutas del equipo y guardianes de la cultura—, apenas pueden respirar. Mucho menos liderar.
Muchos gerentes saben que todavía están en etapa de aprendizaje. Cuatro de cada diez admiten que no manejan bien el compromiso del equipo ni la gestión del rendimiento. Seis de cada diez no se sienten preparados para desarrollar personas ni orientar carreras. No les falta esfuerzo, les falta apoyo.
¿Por qué no se puede automatizar la confianza?
Ahí entra la inteligencia artificial. Muchos creen que puede aliviar parte del peso que cargan los equipos de trabajo. En manos responsables, eso es posible. Puede achicar la carga administrativa: organizar horarios, controlar presupuestos, actualizar datos y armar informes. Pero no es solo una cuestión de comodidad. Es una cuestión de capacidad. Podría devolverles a los jefes el tiempo que necesitan para formar, pensar y hacer crecer a sus equipos.
Pero no va a resolver todo.
Un estudio de Oracle sobre inteligencia artificial y el futuro del trabajo muestra un dato que vale la pena mirar. Los trabajadores dijeron que los robots superan a los jefes en tareas como cumplir horarios, resolver problemas y entregar datos sin sesgos. Sin embargo, cuando se trata de empatía, acompañamiento y construcción de cultura, los humanos siguen siendo clave.
No es solo una diferencia de capacidades. Cambió lo que la gente valora.
El mismo estudio de Oracle mostró algo inquietante: el 64% de las personas confiaría más en un robot que en su jefe. Y la mitad ya buscó consejo en un robot antes que en su jefe. Tal vez no sorprenda. A los jefes se les exigió mucho, se los dejó sin herramientas y después se los culpó por fallar. Aun así, hay algo que me sigue doliendo: que hayamos logrado que la tecnología parezca más confiable que una persona bien intencionada.
A medida que la inteligencia artificial se ocupe de más tareas operativas, lo que va a marcar la diferencia entre un jefe y otro va a cambiar. Ya no va a importar quién pueda seguir más datos. Va a importar quién pueda tener una mejor conversación. Quién genere confianza. Quién lea el contexto. Quién sepa mantener un diálogo complejo. Quién genere seguridad y, al mismo tiempo, coraje.
Ahí está el desafío: no alcanza con automatizar el estrés. Pasarle la administración a los algoritmos no resuelve el problema. Hace falta otro tipo de inversión.