Por: Región 22
Antonio aparece entre los autos cuando el semáforo marca alto. No pide. Se gana el momento con malabares precisos, casi coreográficos. Tiene 41 años, es originario de Cuernavaca, Morelos, y su escenario, esta semana, son las calles de Querétaro, una ciudad que —como él— no deja de reinventarse para sobrevivir.
Antonio no siempre fue artista callejero. Aprendió a lanzar conos al aire cuando el suelo se le vino abajo: su hija enfermó gravemente y las cuentas médicas comenzaron a acumularse como piedras en los bolsillos. “Uno hace lo que tenga que hacer. Yo tenía que trabajar más, más rápido, más duro. Y terminé aquí, en los cruceros”, dice.
Con la urgencia como maestra, descubrió un arte que no solo le dio dinero: le devolvió algo de control. En un país donde la salud pública suele fallar en su promesa de ser universal y gratuita, él se convirtió en parte de esa gran red de trabajadores informales que sostienen a millones de familias sin aparecer en estadísticas oficiales.
“La calle es dura, pero también es noble”, dice. En Querétaro, su ingreso diario se duplicó respecto a lo que ganaba en su ciudad natal. La razón: más autos, más movimiento, más oportunidades. Pero también más competencia, más riesgos y más desgaste.
A diario, cientos como Antonio cruzan estados y ciudades con lo que saben hacer a cuestas. No emigran por gusto, sino por necesidad. Son el rostro visible de una economía que florece en los márgenes: músicos, vendedores, artistas urbanos, malabaristas de verdad y de la vida.
Antonio forma parte de ese paisaje urbano que a veces se vuelve invisible para quienes tienen prisa. Pero su historia revela lo que hay detrás del acto: un padre que lucha contra la enfermedad, un trabajador que sortea la informalidad, un ciudadano que resiste a su modo, lanzando objetos al aire mientras el semáforo lo permite.
Querétaro, una ciudad que pronto celebrará 494 años de historia, es también escenario de las nuevas realidades del país. La suya no es solo una crónica urbana: es un testimonio de cómo, en México, la sobrevivencia se ha vuelto un acto de equilibrio constante.
Cuando el semáforo cambia, Antonio desaparece entre los coches, pero deja una imagen difícil de olvidar: la de un hombre que hace malabares no para entretener, sino para sostener lo más valioso que tiene.